Mantengan la calma por favor
Quisiera estar muerto. He intentado mantenerlo en secreto, pero se ha filtrado. —Quisiera estar muerto —le dije de buenas a primeras a la mujer que es ahora mi esposa, la primera mañana en que nos despertamos juntos, con las sábanas todavía calientes, apestando a sexo. — ¿Lo tengo que tomar como algo personal? — me preguntó mientras se tapaba pudorosamente. —No — dije, y me eché a llorar. —Morirse no es tan fácil — dice ella. Y tiene que saberlo, porque su oficio son los desastres: es especialista en medicina de urgencias. Se pasa todo el día en el trabajo, consiendo miembros, y luego viene a casa, a mí. Me cuenta que a un hombre lo atropelló un tren, y que tuvieron que trasportar sus piernas en bolsas de tela separadas. Que un niño pequeño se empapó en aceite hirviendo que le provocó quemaduras profundas. —Hola cariño, ya estoy en casa —dice. Yo aguanto la respiración. —Sé que estás aquí, tu maletín está en el pasillo de la entrada. ¿Dónde andas? Espero para contestar. —¿Cari